Era un negro cimarrón, eso es lo que era. Se llamaba Yanga, o Nyanga, pero dicen que allá en Gabón, donde había nacido, en el mil quinientos y tantos, su padre era rey de los Yang-Bara y él también tenía futuro de reyecía. Allá en su bosque natal llegaría tal vez a la orilla del río con alguna de las doncellas de la tribu que hubiera prendido los ojos en su figura alta y vigorosa -como seguramente lo harían después las misias patronas que señoreaban en la hacienda azucarera- se bañarían juntos en el frescor del agua desafiando a los cocodrilos, trasegaría la fronda húmeda y verde a la caza de jabalíes, de antílopes o de las sitatungas de los pantanos y su fina percepción descubriría una manada de búfalos o reconocería desde lejos por qué camino se acercaba el trote retumboso de los elefantes.

Pero hete aquí que cuando su padre murió, su tío lo vendió a un portugués traficante de personas africanas –piezas de ébano las llamaban- y así llegó en un barco mugroso, atestado de pobres desgraciados de piel color de chocolate, a la Villa Rica de la Vera Cruz en el virreinato de Nueva España, para ser mercado como esclavo. África se le convirtió, entonces, en la ensoñación quemante y dolorosa de sus noches cansadas en el real de una hacienda cualquiera del estado de Veracruz.

Esto no es vida, se dijo un día mientras cortaba la caña y lo repitió otra vez, entre dientes, con la mirada atenta al rodar de las piedras del trapiche. Circuló y maduró el pensamiento en un susurro hasta que una noche abandonó sigilosamente la hacienda liderando un grupo de morochos como él y cargando cada uno los pocos trastos que habrían podido manotear, cuchillos, machetes, una azada, una tira de charqui, un tanto así de azúcar robada en el almacén, bah, lo indispensable para los primeros días de supervivencia y la defensa personal. Así caminaron hasta las serranías de Orizaba, tierra de bosques y vericuetos que tenían un no sé qué de parecido nostálgico con el Gabón perdido además de que hacían difícil el acceso a quienes los persiguieran. Ahí establecieron su palenque, o ranchería, o como quiera que se llamara a una aldea donde reinaba la libertad cimarrona.

Salían al camino para asaltar los carruajes y cargamentos que viajaban de ida y de vuelta entre la ciudad de México y el puerto de Veracuz, saqueaban haciendas ganaderas o azucareras y les quedaba tiempo para cazar liebres y cervatillos y atender sus pequeños cultivos. Para el año de 1609 ya eran como quinientos entre esclavos fugados, indios arrimados y deudores de la justicia, pero corrió el rumor de que los negros cimarrones pretendían derrocar al virrey y coronar a uno de los suyos –que fuera el propio Yanga o una mentada virreina que lo habría anunciado por carta- tanto así que el virrey Luis de Velasco, por si acaso, mandó azotar a algunos esclavos rebeldes, ahorcar y descuartizar a otros y exponerlos en picas para que tronara el escarmiento. Finalmente se dispuso que una expedición partiera de Puebla para ajustar las cuentas a los rebeldes. Desde el palenque les mandaron decir, por un español que los cimarrones habían mantenido cautivo, que solo pretendían que se les devolviera la libertad que se les había robado y que sus asaltos y rapacerías eran una magra manera de compensar la magnitud de aquel robo. Después se escondieron en el bosque para ver cómo los godos, muertos de rabia por no encontrarlos, incendiaban sus chozas y quemaban sus plantíos... porque la legislación colonial no otorgaba al sujeto objetivado en esclavo el derecho de ser dueño de su propia persona.

A esas alturas Yanga ya era un patriarca anciano, más dado a la reflexión, a la palabra Horaciana y a la presión política y había delegado el mando de las acciones militares a Francisco de la Matosa, un negro angoleño que había tomado el nombre de su antiguo patrón. ¿Nos dará la correlación de fuerzas para enfrentar a los poderosos agroexportadores del azúcar protegidos por el imperio, Yanga? le preguntó un día Francisco de la Matosa. Pues no nos queda otra Paco, presionar o entregarnos...

Los encontronazos y escaramuzas de guerra duraron lo suficiente, con las más de las victorias para los cimarrones, que se escurrían por un territorio cerril que conocían muy bien. Desgastada la Corona por una tal resistencia de esclavos tan obcecados, negoció el virrey un acuerdo de paz: los negros tendrían su territorio -que se llamó San Lorenzo de los Negros- donde vivirían como personas libres para cultivar y producir y si se les daba la gana plantarían la caña, la molerían en su propio trapiche y destilarían el aguardiente que quisieran, todo para sí o para comerciar. A cambio pagarían tributos, colaborarían con la defensa cuando les fuera solicitado, santificarían sus matrimonios, bautizarían a sus hijos y no recibirían a esclavos fugados -cosa que, para mi paz interior, parece que no cumplieron totalmente- siempre gobernados por Yanga y sus desdendientes.

Más allá de la rebeldía espontánea contra la explotación de sus vidas miserables, los esclavos de Yanga no solo recuperaron la soberanía sobre sus cuerpos y sus almas sino que conformaron un preacuerdo con los orígenes comunes que habían traído del otro lado del Océano, una opción política para establecer una prenación panafricana en un territorio compelido al imperio, un atisbo primario de lucha por los derechos en tierra americana.

Y sin embargo, después de cinco siglos, la sustancia colonial del ingenio azucarero se recrea a sí misma. Aunque usted no lo crea, cobijamos entre nosotros una sociedad de cerrado y sacristía –diría Antonio Machado- que ora y bosteza, amante de sagradas tradiciones, especialista en el vicio judicial al alcance de la mano, que mantiene presa, en las mazmorras del brazo secular de la Santa Inquisición, a una india Milagrosa acusada de transar con el Maligno en su lengua ancestral e inclusiva, para beneficiar a su comunidad con casas, hospitales, escuelas, talleres textiles, bibliotecas y hasta una pileta olímpica. Habrase visto, indios con piscina, rezongan los hacendados y las hacendadas y se hinchan de cólera como los gorilas que acompañaron la infancia de Yanga en Gabón.

 

Pues no nos queda otra, Paco, le sigue repitiendo Yanga a Francisco de la Matosa allá en su cielo de los negros: presionar en la calle o entregarnos... la lucha de clases afloja o aprieta, pero nunca termina...