Criar en una matria en movimiento

Sobre la crianza fuera del país de origen, la inmigrante Daniela Suárez escribe: “Quizás por eso hoy me busco en otras mujeres, en otras madres. Me dejo acompañar por su diálogo ya iniciado, y participo en él.”

Texto de 23/12/20

Sobre la crianza fuera del país de origen, la inmigrante Daniela Suárez escribe: “Quizás por eso hoy me busco en otras mujeres, en otras madres. Me dejo acompañar por su diálogo ya iniciado, y participo en él.”

Tiempo de lectura: 7 minutos

En alianza con Kaja Negra, publicamos una serie de textos que surgieron en el marco del taller en línea “El texto que sale de nosotrxs. Escribir para descubrir”, guiado por Sylvia Aguilar Zéleny, quien es también colaboradora de Este País.

En casa tenemos el hábito de acompañar la cena de mi hijo de casi cinco años con un libro. Él lo elige y mamá o papá se lo leen en voz alta. Como a tantos niños y niñas de su edad, le obsesionan las historias llenas de movimiento, donde los animales cruzan continentes, océanos, ríos, desiertos y montañas para mudarse de casa, a veces a lugares muy lejanos. Hace más de un año leímos por primera vez ¿A dónde van?, de Gabriela Peyrón Pichardo y, con la misma naturalidad con la que aprendió a sostener la cuchara, mi hijo aprendió que los humanos también migran, y que papá y mamá son inmigrantes.

En un país que separa a madres y padres de sus hijos en sus fronteras [y más allá], en el que hay niños detenidos, enjaulados, en el que hay tiroteos que tienen como blanco específico a la población mexicana, no es fácil encontrar un lugar de enunciación
—que sea justo, sensible, respetuoso— para hablar de la intersección entre maternidad y migración. Sin embargo, si algo se ha hecho evidente en los últimos meses, es que no existe tal cosa como hablar demasiado de los problemas que nos atañen como sociedad. Entonces, empiezo con una confesión: mi experiencia, enmarcada por un profundo privilegio, no es la regla, ni la excepción, es solo eso: una. 

Cuando migré a Estados Unidos, hace más de la mitad de mi vida, pensé que hacerlo era lo más transformador que podía pasarme. Al llegar me incorporé a la fuerza laboral y, hoy así lo recuerdo, la adolescente que fui vivía con vértigo y asombro la experiencia de cocinar carne de hamburguesas en una cadena de comida rápida cuya cocina se me revelaba como mi primera Babel. Desde la parrilla, inmersa en una operación gastronómica mecánica y secreta, me dejaba envolver por el misterio que se producía en aquel coro de voces indescifrable a mi alrededor: inglés, español, spanglish, punjabi, ruso… Éramos “la mano de obra inmigrante”: gente como yo, que no era como yo. 

Con los años, al asombro lo atemperaron la experiencia y el aprendizaje. En el recorrido que va de la preparatoria al ejercicio de mi actual profesión, adquirí algo parecido a una conciencia de clase atravesada por mis vivencias como mujer inmigrante y ahora, como madre. En algún momento del camino, también cumplí los requisitos para poder llenar un papel, pagar un dinero, hacer un examen, y convertirme en una flamante ciudadana estadounidense. En el inventario de las identidades que habitan este país mi pasaporte azul constituía una forma de asegurar mi tranquilidad.

Pero la calma no es lo mismo que la certeza y, desde que nació mi hijo, encuentro en los desdobles constantes de la maternidad refulgencias que me recuerdan a aquel vértigo iniciático en este país. Ahora, desde la duplicidad sinuosa de la crianza, me sorprendo confirmando algo que ya intuía: no hay un punto de retorno para un inmigrante, es una conciencia que nunca te abandona. Así, esa línea nigra de la que habla Jazmina Barrera, y que atraviesa el vientre para anunciar que ya somos otras, se hace eco de otras líneas ya cruzadas. Es como si convertirme en madre me hubiera arrojado de nuevo al mundo para recordarme que cuando criamos nos convertimos, otra vez, en otras.

Gloria Anzaldúa dice que ser mexicana es un “estado del alma” y ella, escritora chicana y estadounidense de sexta generación a quien cruzó la frontera, se califica a sí misma como tal. Quizá sea porque Estados Unidos es el único lugar en el que el nacionalismo mexicano reivindica una existencia que históricamente se ha escrito en los márgenes de la narrativa nacional. Decir mexicana en Estados Unidos es subrayar ciertos lazos —familiares, sociales, culturales, económicos— con los que están del otro lado, y con los que no. Es asumir la pertenencia tácita a una categoría que reinventa la idea misma de Estados Unidos, y que nos llama a reinventarnos a nosotras mismas. Es, pues, casi una necesidad que, después de mucho tiempo en este país, por poco olvidaba.

Quizás por eso hoy me busco en otras mujeres,  en otras madres. Me dejo acompañar por su diálogo ya iniciado, y participo en él subrayando obsesivamente pasajes de Mientras las niñas duermen de Daniela Rea: “ya no sé quién soy. O no lo recuerdo. O no lo volveré a ser. Ya no soy de mí”. Aquí Rea habla de la maternidad, pero no puedo evitar encontrar en sus palabras murmullos de las corrientes subterráneas que han cincelado lo que creo ser, lo que creía ser. ¿Cómo se retrata un río en movimiento?

En los últimos años la necesidad de nombrarme se ha vuelto más palpable. En los intentos de borradura y denostación oficial se depositan recordatorios constantes de que, aunque muchos de nosotros vivamos con tranquilidad, los hijos de tantas otras no. En Latin America in Caricature, John J. Johnson muestra cómo desde el inicio de la convivencia entre las dos (casi recién inventadas) naciones, México y Estados Unidos, circulan en la segunda imágenes que justifican la expansión sobre la primera. Esas “imágenes negativas”, la propaganda a la que se refiere Johnson, vinculaban lo mexicano a lo corrupto, al fanatismo religioso, a la negligencia y a la irresponsabilidad, a una insalvable decadencia. Esas imágenes persisten, a pequeña y grande escala, en su recorrido de dos siglos por la historia interamericana. Se escuchan sus ecos en el lenguaje que hoy se usa para hablar de inmigrantes y refugiados, de los otros, y para justificar, otra vez, vejaciones en su contra. Yo me pregunto si mi hijo será mexicano. ¿Y todas las otras hijas e hijos de inmigrantes? ¿Lo serán? 

Hace un tiempo, una amiga le preguntó a mi niño de dónde era. Él contestó que de Long Beach. Las dos reímos, pero a mí me atrapó una pregunta, o quizás una certeza: ¿mi hijo es estadounidense? ¿Este país también es suyo? ¿Es nuestro? Cuando ensayo una respuesta pienso en los paseos que damos por las mañanas por las calles solitarias de nuestro barrio, o en las tardes que pasamos juntos jugando en el parque, siempre hablando en español. Y siento otra vez las miradas suspicaces y los comentarios sobre cuán imperioso es que le enseñe a mi hijo a hablar inglés porque this is America [sic]. Son encuentros que palidecen ante la fiesta que suscita en mi hijo encontrarse con alguien “que también habla español” y ante la complicidad que da reconocer el olor de una guayaba o una mata de chile serrano.

” Es así que, con frecuencia, ser madre en el país que adoptaste implica hacer de los quehaceres más íntimos y cotidianos el ancla que fija el territorio movedizo de las identidades.”

Cristina Rivera Garza, siguiendo muy de cerca a Silvia Rivera Cusicanqui y a Yásnaya Aguilar Gil, explica cómo el español en Estados Unidos es una lengua ch’ixi. Es decir, un idioma que se mantiene sin el respaldo del Estado (y a pesar de él) una vez que cruza la frontera. Entonces, hablarlo y escribirlo se convierte en una pequeña resistencia cotidiana. Mantenerlo en casa y usarlo en público se torna también en un símbolo vivo del rechazo al lenguaje de la xenofobia estadounidense, habitado de invasiones e inundaciones, de aliens, de chain migrators, de shithole countries, de separaciones familiares, de histerectomías… Se convierte, también, en la necesidad de pedirle a mi hijo que me nombre: mamá es mexicana y es inmigrante, como mis abuelos y mis tíos. Papá  también es inmigrante. 

Quienes criamos lejos de nuestro país de origen lo hacemos en una matria en movimiento, en un país sin territorio que nunca es el mismo para ninguna madre. Por un lado, cada una se ha de enfrentar a diferentes montañas burocráticas y ha de aprender a navegar sistemas educativos, sanitarios, migratorios y culturales que se pueden desconocer en mayor o menor grado y cuyo hermetismo, sin duda, dificulta más la crianza. Hace un tiempo una amiga muy querida me contó, con la voz cargada de frustración, que llevó a su hija al médico pero no supo explicarle la dolencia de la niña porque su inglés no era lo suficientemente bueno para darse a entender. El problema de salud de su hija se resolvió cuando consiguió que una intérprete mediara entre ellas y el doctor. Pero no todas las familias consiguen ser escuchadas y, por eso, tantas se ven obligadas a alentar a sus hijas e hijos a hacer del inglés un escalón hacia la supervivencia. 

Desde luego, aquí, como en todas partes, maternar es una tarea compleja: puede ser amor, fuerza, luz, cansancio, desvelo, soledad, revelación, acompañamiento. Pero maternar como inmigrante es, también, un acto profundamente político. No hablo de inculcar en nuestros hijos fidelidad a ningún partido, sino de las reivindicaciones que hacemos a través de nuestro ser y nuestro estar, de nuestros cuerpos y de nuestros afectos, de los lenguajes que mantenemos vivos. Así, llevar el suelo de nuestra matria a la calle, habitar los espacios públicos y compartidos es reescribir la gramática de lo posible, porque aunque el territorio se mueva, queremos que nuestros hijos sean raíz.

Es así que, con frecuencia, ser madre en el país que adoptaste implica hacer de los quehaceres más íntimos y cotidianos el ancla que fija el territorio movedizo de las identidades. Todo se convierte en una oportunidad de reafirmarse. Entonces, la hora de la comida hace posible evocar sabores y olores que queremos que nuestros hijos reconozcan; las canciones que tocamos, y que nuestros hijos escucharán solo en casa, conjuran memorias compartidas que están por hacerse; los nombres de lugares que mencionamos con insistencia aparecen para que formen parte del inventario de sus recuerdos, y para que nunca les cueste pronunciarlos: Yu-ré-cua-ro. Así, la memoria se sostiene también en las videollamadas para reconocer a las abuelas, a las tías y a las primas, y en las visitas fugaces que nos acostumbran a decir adiós con demasiada frecuencia. Habitamos una matria inventada, recordada, anhelada. Rituales cotidianos para inducir futuras nostalgias. 

Durante una de nuestras sesiones de lectura en voz alta aprendimos algo que nos asombró: las mariposas monarca que migran a regiones más septentrionales del continente, no son las mismas que hibernan en los bosques de oyameles michoacanos, sino sus descendientes. Descubrimos, para sorpresa de mi pequeño, que ese cruce de montañas, valles, ríos y bosques lo completan varias generaciones de monarcas, guardando cada una la fuerza secreta de los ciclos de vida que le anteceden. Desde entonces, me acompaña la certeza de que ser inmigrante significa, también, guardar mariposas y bosques de oyameles en el pecho. EP

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