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Pocos escritores como Ramón J. Sender Garcés, nacido en Chalamera de Cinca (Huesca) el 3
de febrero de 1901, han hecho perdurar tan bellamente en su memoria y en su obra los
lugares de la infancia y de la adolescencia. Como claves de su sentimentalidad y cifras de
su existencia, a veces como enclaves mágicos, desfilaron por sus libros (señaladamente
en Crónica del alba) los recuerdos natales de Chalamera, los infantiles de
Alcolea, Tauste y Alcañiz, o los juveniles de Zaragoza y Huesca.Tras esa primera juventud en la que se estrenó como
periodista novel a través de incursiones en la prensa lugareña (La Crónica
de Aragón, El Pueblo
) y aun nacional (en el fugaz intervalo de
su escapada a Madrid: España Nueva, El País
), el servicio militar
(1922) supuso para Sender el descubrimiento del Marruecos colonial en guerra, reciente
todavía el desastre de Annual (1921). Vivió y dio cuenta de aquel bochorno, símbolo de
las miserias de un país caciquil y atrasado. Las amables crónicas escritas para el
periódico oscense La Tierra dieron paso a la indagación en la radicalidad humana
y al testimonio acerca de la conducta del hombre ante situaciones absurdas y extremas.
De allí surgieron las inquietudes y las
vivencias que lo llevarían de la mano, primero a las colaboraciones en El Telegrama
del Rif y la escritura de Una hoguera en la noche, y años más tarde a su
novela Imán, en 1930, libro que hoy leemos como uno de los mejores de su tiempo.
Conviene no olvidar que Sender fue, ante todo, un
periodista, un reportero, y como tal adquirió su primera nombradía. La logró en el
principal de los periódicos de la época, El Sol, fundado en Madrid en noviembre
de 1917, y a cuya redacción se sumó en 1924. Desde la capital española ejerció de
redactor de notas regionales y de crónicas tan sugestivas como las que hubo de enviar
acerca del llamado «crimen de Cuenca», serie que, años después, proporcionaría la
trama principal de su novela El lugar del hombre (1939), luego titulada El lugar
de un hombre (1958). Y, a la vez, Sender se aproximó a los círculos intelectuales y
políticos enemigos de la dictadura de Miguel Primo de Rivera. En el Ateneo, en las
numerosas tertulias de Madrid, conoció y fue conocido de todo el mundo. E incluso visitó
la cárcel como conspirador contra el régimen. |
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En esta sazón el joven Sender se inclinó por los
libertarios y abandonó El Sol para escribir en el diario cenetista Solidaridad
Obrera, de Barcelona. El éxito de Imán le puso a la cabeza de la nueva
«novela social» y durante el primer lustro de la década se sucedieron libros tan
importantes como O.P. (1931), Siete domingos rojos (1932) y La noche de
las cien cabezas (1934). En enero de 1933, enviado por el periódico La Libertad,
escribe un excelente reportaje acerca de la sangrienta represión policial de la
insurrección campesina de Casas Viejas. Recoge sus trabajos en Casas Viejas (1933)
y Viaje a la aldea del crimen (1934). Pero también por entonces se acerca a las posiciones políticas comunistas,
convencido de la eficacia revolucionaria soviética. Entre el jalón inicial de Imán
y la publicación de Mr. Witt en el Cantón (1936), galardonada con el Premio
Nacional de Literatura y escrita en apenas un mes, Sender se ha convertido en un ejemplo
de «escritor comprometido» y en el autor joven de más porvenir en España, junto con
García Lorca, tal como declaró, por el aquel entonces de 1936, Pío Baroja.
Sin embargo, en el verano de 1936 toda España se
convirtió en una gran «aldea del crimen». Estalló la guerra civil y Sender ofició de
protagonista, no solo de testigo, en esta tragedia nacional. En escasos meses perdió a su
mujer, Amparo Barayón, y a su hermano Manuel, antiguo alcalde de Huesca, fusilados ambos
por los rebeldes. Escribió por entonces obras de urgencia, como Contraataque
(1938), pero también se sintió solo, fugitivo y superviviente, frente al acoso de
algunos jerarcas comunistas que recelaban de él. Participó, pese a todo, en muchos actos
de propaganda republicana, logró recuperar y evacuar a sus dos hijos, Ramón y Andrea, y
tras un tiempo en Francia, decidió expatriarse a América.
Comenzaba un largo exilio en el que la soledad,
la culpa y la conciencia de ser acusado de algo que ignoraba convirtieron a Sender en
Federico Saila, el enigmático protagonista de Proverbio de la muerte (1939), que
más adelante se titularía La esfera (1947) en una nueva versión ampliada. La
distancia, la necesidad de la memoria, la reflexión sobre el pasado cercano, la obsesión
por la violencia, propiciaron la invención de novelas fundamentales en la literatura
española del siglo XX: Epitalamio del prieto Trinidad (1942), Crónica
del alba (1942), El rey y la reina (1949), El verdugo afable (1952),
Réquiem por un campesino español (el Mosén Millán de 1953 y la versión
retitulada en 1960)
Fue español de ambos mundos, el americano de cada día y el
español de su recuerdo. Sobrevivía como profesor de literatura española al tiempo que
maquinaba sus peculiares figuraciones acerca del sentido de la «hombría», de la fuerza
de «lo ganglionar» o de la «existencia trascendente», lo que iba tomando la forma de
relatos, novelas históricas, relatos cortos, dramas, poemas, ensayos
casi siempre
de designio parabólico y universal. Tal es así que Sender es de los autores españoles
más propicios para la traducción a otras lenguas del mundo.
En el decenio
de los setenta, cuando por fin se publicaban en España (desde 1965) unos libros que
fatigaron las prensas en multitud de reediciones, retornó del exilio en dos oportunidades
(1974 y 1976). Moriría, sin embargo, en San Diego, California, durante la noche del 15 al
16
de enero de 1982. Sus cenizas fueron dispersadas, unos días después, en el océano
Pacífico. Quedan sus libros, una obra extensa con inigualables chispazos intensos, que
han convertido a Sender en un clásico de la literatura española del siglo XX. |